
En cine, el punto de vista, es decir, desde quién se narra la historia y por qué, se marca a través de la planificación y la puesta en escena.
Uno de los recursos que permiten esto es el plano subjetivo, que nos coloca en el punto de vista de un personaje concreto. Veamos cómo funciona a través de tres ejemplos.
Suspense (Jack Clayton, 1961)

En mi opinión, la mejor adaptación al cine de la famosa novela «otra vuelta de tuerca´´, de Henry James.
La novela, en apariencia una sencilla y genérica historia de fantasmas, es famosa precisamente por aquello a lo que hace referencia su título: la vuelta de tuerca que cada lector hace tras leerla.
¿Existían realmente los fantasmas de los criados, o la institutriz protagonista es una fanática religiosa que ha matado de miedo a un niño?
Esta ambigüedad es el corazón de la novela, y funciona porque todo está narrado desde el punto de vista de la institutriz. Es decir, vemos lo que ella ve, y si como apunta una de las interpretaciones no es una narradora fiable, no podemos estar seguros de que lo que ve o cree ver sea la verdad.
Ahora bien, ¿cómo se traslada esto al lenguaje cinematográfico? Aquí es donde hace su aparición el protagonista de esta entrada, el plano subjetivo.

Durante la película, las distintas y escalofriantes apariciones de los fantasmas están narradas a través de un plano subjetivo de la protagonista, interpretada por Deborah Kerr.
Es decir, cuando vemos a los fantasmas, el lenguaje visual nos marca que estamos viéndolos a través de ella. Manteniendo este código a lo largo de todo el metraje, el director logra trasladar la ambigüedad presente en las páginas a través de una técnica cinematográfica.
Halloween (John Carpenter, 1978)
Vamos ahora con un plano subjetivo que, a su vez, es uno de los planos secuencia más famosos de la historia del cine.
Es halloween. Acaba de comenzar la película, y, a través de una larga toma, el director nos coloca en la mirada de Michael, un personaje al que acompañamos mientras entra en su casa, agarra un cuchillo de cocina y mata a su hermana Judith.
Durante la toma, se pone una máscara de halloween. Sin cortar, el director nos muestra el resto de la secuencia a través de las rendijas para los ojos de dicha máscara.

Solo con esto, el uso del plano subjetivo aquí ya sería muy impactante, pues el director nos ha colocado en el punto de vista del asesino y le hemos acompañado mientras mata.
Pero lo peor aún está por llegar.
Tras cometer el crimen, Michael sale de la casa y se encuentra con sus padres, que se extrañan de verlo ahí y le quitan la máscara. Entonces, y solo entonces, el director pasa al contraplano y nos permite ver a Michael.
El espectador es así consciente que el asesino al que ha acompañado mientras mata, y cuyo rostro le ha sido ocultado por el plano subjetivo, es un niño de no más de diez años.

Luces de la ciudad (Charles Chaplin, 1931)
En esta, una de sus más famosas películas, Chaplin vive distintas desventuras para ayudar a su amada, una joven ciega, a conseguir el dinero que necesita para la operación que le devolverá la vista.

Al final, su objetivo se cumple y la joven vuelve a ver, pero ella y Chaplin no se reencuentran hasta los últimos minutos. Cuando este reencuentro se produce, un plano subjetivo nos coloca en el punto de vista de la chica.
Es a través de ella y su recién recuperado de la vista que vemos a Chaplin mientras la joven lo reconoce como el hombre amable que la ayudó cuando no podía ver. Un final emotivo, sí, pero su impacto no queda ahí.
La verdadera magia de la escena reside en cómo, a través del plano subjetivo, el espectador tiene la sensación de ver por primera vez a Chaplin, uno de los hombres más famosos del mundo ya por aquel entonces.
Dicho de otra manera, la cámara, en ese momento, son los ojos de un personaje que vuelve a ver.

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